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Josef Albers en la Juan March. El triunfo de la sencillez.

Bauhaus supuso un ejercicio de racionalización en todos los campos que tocó. El deseo de Walter Gropius de que la forma siguiera a la función es más complicado de entender en el caso de objetos cuyo destino es la contemplación. El ejercicio de dotar de funcionalidad a la obra desde una visión del mundo y en el que además se asigna a la utilidad una mirada ideológica, fue una revolución en toda regla en un periodo en el que la libertad de pensamiento, el afán transformador, recorrían Occidente como un delta inconsciente de su poso.

El afán de intervención, por descontado, se asentaba en otros afanes totalizadores y conscientes del peso posible de la espiritualidad del arte en un mundo que se desacralizaba a gran velocidad.

En esa sustitución de los mitos, Albers posa su mirada en la economía, en el sentido clásico del reparto de medios escasos que tienen usos alternativos. El primero de tales usos es el de la propiedad, puesto que determina los mismos derechos de la consunción. La transmisión comercial lo es, por tanto, de esos derechos. Como explica Buchanan, vender una sandía es ceder el derecho de su consumo, que es el fin primario previsto, pero es el nuevo propietario del mismo quien determina el uso real que le da al bien. En el caso del arte, como Albers expresa, el consumo se basa en la contemplación como forma más elevada del mismo.

El arte, mediante la serialización, puede democratizar ese consumo (con el pequeño derecho de propiedad de, por ejemplo, una serigrafía), o mediante la exposición pública. El ejercicio de insistencia de Albers (la exposición de la Fundación Juan March se llama Medios mínimos, efecto máximo) sobre la escasez casi monacal que se impone es también una inteligente mirada sobre la serialización artesana. Al modo de Monet y sus paisajes repetitivos, Albers es capaz de diseminar de modo más poderoso su discurso dejando que sea la luz la que lo construya.

El efecto, al contemplar la serie Homenaje al Cuadrado, por ejemplo, es el de cierta hipnosis debida a la repetición, pero en realidad lo que se está buscando es una educación de la mirada que posibilite la busca del cambio mínimo y la potenciación del efecto en el espectador, no en la obra. En ese sentido, la operación pone al ojo como protagonista, y no al propio cuadro. El ojo es túnel hacia la mente, por descontado, como ya prefiguraba Cezanne, maestro en dejar que sea el espectador quien, como en el caso de la mejor poesía, complete el sentido.

La serie Homenaje al Cuadrado, como emblema de la obra de Josef Albers, persigue una renuncia a las posibilidades de la pantalla y la sombra mediante una sabia utilización, casi de reminiscencias zen, de la mínima variación cromática. Su faceta de profesor probablemente tiene que ver también con esto. Como él mismo expresa, el beneficio del arte está en la elevación, no en la separación: la suma es colectiva en tanto que se realiza cuando se transmite. Los estudios de Albers sobre el color tienen un fuerte impacto cuando se analizan: los colores lo son no solo por la refracción de la luz sino también por la influencia de otros. Una masa del mismo gris cambiará su tono cuando se la relaciona con otros colores. No es difícil de comprobar si se dispone de un ordenador, y hay multitud de juegos cromáticos en internet si el lector curioso quiere avanzar en este campo.

La revelación (que es sustancia del arte, que se da “cuando nos contempla”) es que la conjunción de objetos de similar aspecto (por ejemplo, un cuadrado) es disímil porque el entorno afecta. Como ocurre con el ambiente en el que las personas se mueven, esa influencia es una lección (al menos para este observador) de las diferencias de visión entre un espectador u otro respecto al mismo objeto representado.

Juega también Albers con los intaglios (un tipo de dibujo en relieve sobre plancha que se transfiere a papel) con la pureza del blanco, suma de todos los colores, y en cierto modo negación de los mismos al renunciar a su personalidad y entrelazamiento. Ni siquiera hay línea, sino sombra de una línea en relieve. Del mismo modo, cuando renuncia a la masa de color para buscar solo la pureza de la línea en la serie Constelaciones Estructurales, Albers propone un juego sobre lo interior y lo exterior a través de ilusiones ópticas.

En suma, Josef Albers empuja el límite, que es lo que se supone que debe hacer el arte, de la sencillez de sus herramientas y materiales para obtener en la mente del observador un efecto de perplejidad y apreciación que implica la aspiración de espiritualidad del arte abstracto, el más asombroso experimento artístico del siglo XX.

Hasta el 6 de julio en la Fundación Juan March de Madrid

Boceto de invierno

 

Boceto de invierno

Valle de Aguilar

Veo ahora, dejando que la luz me venza, un trasunto del invierno que llegó ayer, sin aviso, cuando ya no quería sino descanso y temple. Cómo arrebata la gratitud el frío, afila el hueso y tiñe la ilusión. En el sonido de la brisa olvidada del verano se escondían, sin embargo, las cabriolas del impulso primero, los nervios del ciervo joven, la grama tupida: tras la roca aguarda la escarcha su turno paciente, y el rayo y el grano mojado. En la estación de paso, en el gozne del otoño, un perro aúlla su lamento y queda, como el rumor de la piedra, estancado en los siglos.

Me espera el bosque, inquieto, con las ramas ansiando el siena, el verdemar, el son del aire, el peregrinaje de todos los días que prometían la incursión en la arboleda. Y tal vez, si el tiempo no me empuja, pueda imaginar, en ese boceto, un rostro curtido y una mano franca. Haga el frío lo suyo, en los días cabales.

El que nos mira

 

Contemplar detenidamente el cielo ayuda en la espera de encontrar lo ingobernable. Pero a veces, es el ojo, y no el aviso, el que busca la manera de sorprenderse y localiza la mirada de quien nos vigila. Es extraño y no quiere la mente asignar el gesto, por temor a que las nubes actúen bajo mandato.

Pero hay ocasiones en las que el azul avisa. No escucharlo es negarse a entender, también, la caricia de la brisa o el frescor del agua. Así, en mitad de una charla agradable, la cámara parece reclamar su automatismo y se dirige, o la dirigen, a lo Alto, para hacernos escuchar a veces su propia plegaria, a veces una conminación.

Me pregunto cuántas personas habrán visto el gesto y cuántas habrán atendido el aviso. Y espero, con un sentimiento líquido e indefinible, a que otra mirada se me cruce y sea amable. Y al final, cuando apago la luz, y es descanso, me pregunto si no nos refleja el cielo.