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Una espera


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Espera siempre el alma una sucesión ordenada de los hechos que la parten y la fortalecen. Espera el verbo la procesión de las ideas silenciosas, la adoración sagrada de esa pequeña habilidad humana de nombrar las cosas sin atrapar su esencia.

El ojo aguarda la sorpresa, agazapado en su mirar lo de dentro, lo desalmado que no admite idea o verbo.
En esas cosas atrapadas, el vuelo del alma, el aliento del verbo y la negación de la mirada, se esconde porque no se vislumbra la evidencia de aquello que nunca sabremos: no hay palabra, ni voz, ni imagen, que puedan explicarlo. Mudo, envolvente y ciego.

La memoria es deseo

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La memoria, ay, solo es deseo. Si ese deseo se convierte en un recuerdo, entonces deja de creer el hombre: no es asunto de ancianidad, ni siquiera de impulso, sino de una plenitud inesperada, un hartazgo.

No se busca regenerar con eso la vida, ni proyectar aquello que más tarde, tal vez unos segundos, buscaremos como consuelo. No hay cura. Hay sensación y cierta desesperanza lánguida.
No se trata de vaciarse, ni de dejar de mirar: a mi alrededor, o en mi habitación de espejos, veo el ojo vacío y en determinados casos, una leve sonrisa de aceptación. La memoria, como un leviatán, gobierna férrea, y entonces es melancolía. Una acumulación, demasiado tupida, de hojas engañosamente coloreadas, cuya fragancia engaña a la vista.

El asesino perfecto

reflejo lento
El perseguidor. 

 Me intriga la contradicción moral que se agazapa en los sentidos de esas palabras. Hay una posibilidad de hacer que esos dos términos convivan. Matamos al que fuimos cada mañana. Como si fuéramos corrigiendo milimétricamente la trayectoria. Una de esas muertes lentas, como el envenenamiento por azogue o esa sisa calculada del vigor que supone la vejez. La muerte, en muchos casos, no degüella, sino que nos va cortando finas rodajas del alma hasta dejarnos ver el hueso de la cara.

El único asesino perfecto es el que no sabe que lo es. El que se va dejando vencer por la vida porque así le traspasa la responsabilidad a algo etéreo. El que se niega el placer, el pensamiento, saber estas cosas. El que no pone en peligro, el que se contiene en su piel. El que se envenena por una sobredosis de sí mismo.

El imperfecto morirá igual, y será también un asesino, pero no tendrá que vivir en el pegajoso légamo moral de saberse solo cumplido en aquello que precisamente habría deseado evitar.

Me deseo suerte.