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Autopsicofonías

 

Escena del beso en Piasca, Cantabria. M. A. Serrano

Escena del beso en Piasca, Cantabria. M. A. Serrano

Algunos dicen que los sonidos se propagan por el aire sin llegar a desaparecer nunca, sino simplemente perdiendo potencia. Así, las ondas sonoras podrían llegarnos después de muchos años, una vez hubieran dado la vuelta al mundo, y susurrarnos al oído algo que ya habíamos olvidado. Es una condena o una bendición: tendremos que volver a oír los gritos a los hijos o el insulto a un amigo, pero también esa frase que ella convirtió en verso al mirarte.

Si yo fuera un científico y tuviera más inteligencia, dedicaría todo mi empeño a seleccionar solo aquello que debería ser inacabable y eterno para que me llegaran, cuando ya esté al final de mis días, algunas cosas que he dicho y que no he repetido suficientemente, y descubriría así que ser locuaz es ser olvidadizo y que ser callado es desear el futuro. Por eso escribir es dejar constancia muda: porque nos da miedo nuestra propia voz ultraterrena o circunterrena, y no nos fiamos de que el veredicto final no llene nuestros oídos de aquello que dijimos para inmediatamente arrepentirnos. Que nuestras últimas palabras las susurre el joven que fuimos y que ya está muerto. Que las diga Shakespeare, que fue joven por todos:

Deja que la elocuencia de mis libros,
sin voz, transmita el habla de mi pecho
que pide amor y busca recompensa,
más que otra lengua de expresivo alcance.

Parece que al fondo siempre hay una música…

Cincel del tiempo

 

El tiempo es el escultor más eficaz y persistente. Tiene la caricia de la lija fina o el golpe de escoplo. Desbasta la madera, pule y horada la piedra y el alma, santifica el despojo. Otros, cabalgándolo, se aferran al objeto: líquenes de la hora, la termita agente, el ansia, la doblez de la hoja y la conducta. Trabaja sin modelo porque el modelo es efímero y también lo aplasta con su cadencia terne. Mira en el espejo la imagen rugosa, la piel de arena en la roca, el malestar.

Y cuando el frío ronde y escasee el agua, cuando ya nada pueda llevarte a no ser tú, cuando creas que Akaba era escapatoria, vendrá una ayuda siempre sabida y el tiempo, sabio y amable, dará forma a lo que mandaba la piedra, la madera, el pobre barro. Y así la sed encontrará al fin medida.

FIn del viaje

caminante varado

En Olleros de Pisuerga, las manos poderosas

Que las estatuas son caminantes varados me parece una verdad incuestionable. El pecado que nos convierte en sal e impide el flujo probablemente se parece a la muerte. Las estatuas pertenecen siempre a lo urbano, se han civilizado como si a su alrededor se diseñaran los jardines y las plazas.

Si alguna vez empezara un viaje sin objetivo, procuraría no detenerme demasiado tiempo en ningún lugar para no quedarme absorto en la contemplación de la quietud. Pues eso y abismarse en uno mismo son actos similares, pero el segundo inicia otro tránsito más interesante que el simple mirar.

Resulta curioso, pero me ocurre a veces al contemplar algunas esculturas. En Mérida, donde el tiempo ha sido inclemente como un emperador, abundan los cuerpos maltrechos, las cabezas solas, el gigantismo que trata de negar la poquedad del modelo. Las estatuas mutiladas son un trasunto, tal vez, de nuestras vidas sin gobierno. Reyes de nuestro egoísmo, creemos conocernos en el espejo, pero hay una mínima amenaza en creer que somos el mismo, reflejado.

Si alguna vez soy estatua, que lo sea como un tente Viator: un recuerdo de algo que fluía, tratando de saber qué ritmo tiene la canción que da la vida.