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La memoria es deseo

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La memoria, ay, solo es deseo. Si ese deseo se convierte en un recuerdo, entonces deja de creer el hombre: no es asunto de ancianidad, ni siquiera de impulso, sino de una plenitud inesperada, un hartazgo.

No se busca regenerar con eso la vida, ni proyectar aquello que más tarde, tal vez unos segundos, buscaremos como consuelo. No hay cura. Hay sensación y cierta desesperanza lánguida.
No se trata de vaciarse, ni de dejar de mirar: a mi alrededor, o en mi habitación de espejos, veo el ojo vacío y en determinados casos, una leve sonrisa de aceptación. La memoria, como un leviatán, gobierna férrea, y entonces es melancolía. Una acumulación, demasiado tupida, de hojas engañosamente coloreadas, cuya fragancia engaña a la vista.

El asesino perfecto

reflejo lento
El perseguidor. 

 Me intriga la contradicción moral que se agazapa en los sentidos de esas palabras. Hay una posibilidad de hacer que esos dos términos convivan. Matamos al que fuimos cada mañana. Como si fuéramos corrigiendo milimétricamente la trayectoria. Una de esas muertes lentas, como el envenenamiento por azogue o esa sisa calculada del vigor que supone la vejez. La muerte, en muchos casos, no degüella, sino que nos va cortando finas rodajas del alma hasta dejarnos ver el hueso de la cara.

El único asesino perfecto es el que no sabe que lo es. El que se va dejando vencer por la vida porque así le traspasa la responsabilidad a algo etéreo. El que se niega el placer, el pensamiento, saber estas cosas. El que no pone en peligro, el que se contiene en su piel. El que se envenena por una sobredosis de sí mismo.

El imperfecto morirá igual, y será también un asesino, pero no tendrá que vivir en el pegajoso légamo moral de saberse solo cumplido en aquello que precisamente habría deseado evitar.

Me deseo suerte.

Las vidas desde el tren

Las vidas desde el tren...

Las vidas desde el tren…

Un viajero sube a un tren de Alta Velocidad. Tanta que casi es como ir en metro, dentro de un túnel, el paisaje tiene esa distorsión como de dibujos animados: los postes no acaban de ser verticales, tienen una rara inclinación porque el ojo no está educado para eso. Así que los terraplenes, las montañas y valles, las granjas y túneles, parecen salidos de una película como si se hubiesen creído lo de ser secuencia. Quién quiere ser un simple fotograma.

El viajero mira el asiento de delante, repasa unos papeles, se dispone a ver una película aburrida. Siente algo de mareo cuando mira hacia fuera. Como si se le fuera algo en el paisaje. Pero no encuentra qué, no cómo pararlo. Sabe que cuando llegue a la estación y todo se detenga, el mapa se recompondrá y podrá ser explicado de nuevo, como en ausencia del tiempo. Aun así, respirará con desconfianza hasta que las escaleras mecánicas le saquen del andén.

Se pregunta si los demás también lo ven, pero nadie tiene tiempo, piensa, de pararse en estas cosas. Saca su móvil y cae en las redes sociales. Pero ahí no hay nada que le ayude a responderse. Pega el teléfono al cristal y comienza a hacer fotos y a pensar en su vida, la pasada y la que no ha tenido. Las que se le han escapado. No mirará las fotos hasta dentro de unos días y pasará el dedo  por la pantalla sin atención, con prisa, como si todavía estuviera en el tren.