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El arte de pasear

 

M.A. Serrano. Cares.

 

 

 

CADENCIA DEL MUNDO 

Cualquiera que haya utilizado el paseo como método para dejar volar el pensamiento (es decir, cualquiera), sabe que hay diferencias entre la marcha, el trekking, el shinrin yoku o el caminar con finalidad. El paseo debe ser intransitivo, de producirse alguna transición no debería ser sino espiritual: que el paseante cansado se vivifique. Más sería deseable un trascendimiento, una elevación del espíritu que venga apalancada en el fresno, el cortado, la avenida de tilos.

En ese diálogo, como impulsado por las piernas, el caminante de praderas altas, el descubridor de cuevas de sotobosque, el aventurero de estanque, han de descubrir entre el encanto de las moras o el saludo cortés a otros paseantes, su propia textura renovada.

Gottlob fue un filósofo que trataba de bajar a tierra músicas del saber para hacerlas accesibles, y esta obrita suya, ilustrada y por la que el autor muestra preocupación por fundamentarla con aportaciones de otros pensadores, nos enseña las grandes diferencias que las estaciones, la orografía, la hora o el clima provocan en quien se lanza a un paseo. Es cierto que con los ojos de hoy el libro es un prodigio de inocencia: si alguien de nuestro tiempo quisiera remedar la obra de Gottlob debería incluir capítulos como la ausencia o presencia de cobertura para el móvil en las cumbres o el modo correcto de no saludar a las riadas de caminantes de los montes. Condiciones todas ellas del paseo de ahora.

Pero el paseo, pautado en los parques y pretendidamente libre en las montañas más alejadas, ha perdido esa condición de sublimidad que tenía para los europeos de principios de XIX. Esas imágenes de Caspar David Friedrich del caminante contemplador, los solitarios paseos del mejor Turner, la captura de lo gótico, la dominación de la Naturaleza en el ajardinamiento, los modelos de jardín: todo eso parece haber quedado superado por aplicaciones de móvil que nos guían incluso en los parajes más desolados. Por eso es una delicia leer este ensayo de Gotlobb, excelentemente completado por dos eruditos añadidos del editor, Federico L. Silvestre. Porque nos muestra un afán didáctico de algo que no deja de ser producto del ocio que se empieza a popularizar en esa época, en la que todavía era posible maravillarse ante los dones de la Naturaleza y los del ingenio humano.

EL ARTE DE PASEAR, Karl Gottlob Schelle, Ed. Díaz Pons, colección Vita Aesthetica. Reseña publicada con anterioridad en microrevista.com. Redifusión con permiso.

En un metro de bosque. D.G. Haskell.

Un libro maravilloso, reconfortante y ameno sobre la vida de los bosques y el papel de los humanos en su conservación.

el bosque siempre mágico

David George Haskell es biólogo, pero también poeta. Este libro parte de una decisión mixta: entender el bosque como un mandala, un sentimiento que aúna el lenguaje, el símbolo, la comunidad y el paso del tiempo como un lento escultor y una observación que permite trasladar esa respetuosa mirada a lecciones sobre los habitantes de aquél. El bosque está en Tennesse y ha llegado a nuestros días razonablemente intacto y respetado por el hombre. Haskell toma una decisión de científico, la de estudiar un pequeño pedazo del bosque, siempre el mismo, pero la práctica es la del poeta: el asombro agradecido sobre lo que aprendemos y sobre lo que sentimos al hacerlo. La minucia como elemento del cosmos y su explicación.

Confieso que si Haskell no sale de su mandala, yo no salgo de mi asombro agradecido. No solo por lo que he aprendido de biología, que sería ya pago suficiente, sino porque he vuelto a pensar en el bosque como motor primordial de la poesía, el lugar donde sentimos nuestra poquedad e importancia. La decisión del poeta es la de conectar con el paisaje, la del científico, explicar lo poco que llevamos tallado de ese “bloque de ignorancia”.

Así, este libro no es un tratado científico y casi diríamos que ni divulgativo. Es un paseo quieto por el bosque en todos sus infinitos matices en el que entenderemos mejor el musgo, el liquen, la forma de las hojas, el subsuelo, la ecología en equilibrio o no, el santificado martirio al que se somete un biólogo que duda (es magistral el capítulo en el que el autor deja que los insectos le piquen para proporcionarles sales minerales con las que procrear), el movimiento de los árboles y los pájaros… la lucha en la que todo se transforma en el capítulo siguiente y nos deja ver que la eternidad está en el cambio constante y en la renuncia al protagonismo: eso es el mandala, que trabajosamente dibujan los monjes tibetanos para a continuación destruirlo.

El aluvión de informaciones reveladoras es enorme, con todo, y aunque probablemente no es lo más importante, a veces éstas se enganchan como moléculas de aroma: por ejemplo, que algunas de éstas traspasan nuestro sentido del olfato y entran directamente a nuestro torrente sanguíneo. A eso los japoneses, que no han perdido su capacidad de contemplación y detenimiento, lo llaman shinrin-yoku o respirar el bosque. Eso es este libro, en el fondo: un paseo por las emociones y los sentidos pero que no renuncia al saber: conocer mejor el bosque es aprender a respetarlo. Entender las diferentes estrategias de los animales para sobrevivir, o de los árboles para soportar los vientos fuertes, hace que podamos mejorar nuestra capacidad de observación o simplemente, dejarlo para otro momento mientras respiramos bosque.

Resulta inevitable pensar en el Walden, de Thoreau y su experimentación de naturalista, más atento a los ritmos y vivencias que a la catalogación. Haskell, en cambio, no busca solo esa comunión con la naturaleza, sino también la comunicación con sus contemporáneos para dar aviso desde un ecologismo inteligente de los peligros que conlleva no respetar los bosques: no solo peligros económicos o medioambientales, sino también los que acarrea la renuncia estética y ética de tratar de conectarnos con el hombre que fuimos, más apegado al desorden de la naturaleza, incluso cuando es aterradora. Haskell, en medio de una tormenta feroz, siente una extraña claridad de mente en un cuerpo electrizado.

En su día escribí:

He salido de noche, como el frío,/a entreandar por las brañas,/dejando al bosque cercarme el aliento/y al espino sitio en mi carne.

Al paisaje se va a fundirse, o no se va. Y pensando en lo inclasificable que es este libro, se me ocurre que se parece a un volumen de biología aquejado de manierismo, a un largo poema trascendental, a un camino (do en japonés) que nunca acaba… a aquellos cromos sobre las maravillas de la naturaleza que coleccionábamos y, efectivamente, nos maravillaban. Si Haskell fuera pintor, su estilo sería el sublime, el que vemos en la pintura romántica de Caspar David Friedrich, por ejemplo: personajes maravillados ante la potencia inigualable de la naturaleza, pero, en este caso, sin dramatismos, como en una conversación de café.

En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza.
David George Haskell
Turner, 2014
367 páginas
Crítica previamente publicada en microrevista.com. Redifusión con permiso.

Goya en Madrid. Cartones en el Museo del Prado.

«Francisco de Goya y Lucientes 016» de Francisco de Goya - http://www.museodelprado.es/en/the-collection/online-gallery/on-line-gallery/obra/the-snowstorm-or-winter/. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons - http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Francisco_de_Goya_y_Lucientes_016.jpg#mediaviewer/File:Francisco_de_Goya_y_Lucientes_016.jpg

Goya: La nevada. Wikimedia Commons

Repasando mis notas de la excelente exposición Goya en Madrid, en el Museo del Prado, doy con alguna idea que me atrevo a comentar. ¿Qué no se ha dicho de Goya como precursor, genio, pintor excelso o cronista social de Madrid y la Corte? De manera que lo mejor es dejarse llevar por el paseo. La exposición está compuesta por los cartones que Goya pinta para su posterior conversión en tapices en la Real Fábrica. Como siempre, el aparato crítico del Prado es excelente, y nos deja entender, puesto que no hay un hilo temático, los gustos de los patrocinadores de los siete encargos: así, desde las escenas de caza a las estaciones, pasando por los vuelos en globo, Goya presta su pincel a una gran variedad de temas: el juego, las costumbres, los niños, el deseo… Para los aficionados, un deleite: incluso se puede escuchar música de la época en una de las salas. La obra de Goya se ve escoltada por otros referentes temáticos: excelentes pinturas de Snyders, Tiépolo, Zurbarán, Velázquez…

El cartón huye de la miniatura, pues siempre hay que considerar que la hilatura de un tapiz no alcanza tal precisión, y hay constancia de las quejas de los tejedores por el excesivo detalle del pincel del artista.

Cada cartón de Goya merece una atenta contemplación, pero hay algunas piezas que nos detienen porque nos hacen contener la respiración: Riña de gatos, por ejemplo, cuya autoría se discute pero que es una delicia. La nevada es un prodigio de dramatismo y sublimidad. Pero como siempre, los cartones de Goya destacan en el trato de la vida cotidiana: las escenas del cazador embebido en la faena, como haría hoy un reportero. Eso hace que, por ejemplo, la figura central del retratado esté en una posición de tres cuartos, dando la espalda al observador. Los retratos de instantánea que capturan la expresión de los invitados de La boda: cada personaje deja depositada, con su expresión, su parecer sobre el casamiento de dos desiguales. Qué amena conversación sostuve junto al cuadro… La crueldad de la situación de los niños, a los que Goya no endulza, los perros, el baile y el juego.

Y siempre, eso es lo que me maravilla de Goya, un trato con la luz al servicio de la escena, con pantallas de una transparencia asombrosa que dibujan los planos con una profundidad inigualable. Mucho se habla de los cielos madrileños de Velázquez, pero los de Goya son campo de juego, edén de claridades. El majo lo es como Goya lo pinta: igual que Shakespeare, según Bloom, se inventa lo humano (la pasión, el gozo y condena del amor, la chispa de la comedia hecha trágico incendio), creo que Goya se inventa el Madrid de su siglo y sigue, hoy, sobrevolando la ciudad. Goya en Madrid y Madrid en Goya.

Goya en Madrid. Museo Nacional del Prado. Hasta el 3 de mayo.