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El diablo cojuelo de los artistas

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Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas. Mason Currey.

Un libro lleno de anécdotas, en ocasiones desorientadoras, sobre qué es lo que impulsa a los artistas y cómo se preparan para la batalla con su arte.

No diremos que este libro alumbra territorios desconocidos del ensayo sobre el alma de los artistas: el lector conocerá obras totémicas como la de Wittkower (Nacidos bajo el signo de Saturno) que sin duda le dirán más sobre la pulsión del arte y las galerías que, como de comején, horadan el alma de los malditos con ella. Mason Currey aborda un tema que no por conocido deja de sorprender a veces. Tal vez por la leyenda de la bohemia y esa vena que atraviesa la historia del arte y la cruza con la locura del artista. Ese cliché cultural se ha hecho demasiado grande y la excentricidad parece haberse convertido en la marca inevitable del artista: conduciría inevitablemente al desorden cotidiano, al exceso y la disipación. Pero eso es incompatible con la obra sólida, el análisis, la estrategia de, por ejemplo, una novela. El mito romántico ha hecho bien poco por los artistas. Preferimos pensar en Lord Byron o en Malcolm Lowry como iconos del escritor atormentado, en Miguel Ángel como el artista total capaz de enfrentarse al poder por defender su obra; que en el trabajo oscuro y gris de Kafka, sin ir más lejos, o el aburrido destino de oficinista de tantos y tantos escritores como T. S. Eliot.

Currey, en el prólogo, avisa de que el propósito de su libro no es el análisis del producto sino el de la rutina. Esa declaración delimita el aliento de la obra, pues, en efecto, no vierte excesivas opiniones, y es casi una fría reseña de la vida cotidiana. Informes de vida que podría firmar un espía (resulta inevitable pensar en la película Las vidas de los otros, de Florian Henckel) y que muchas veces emanan de las propias descripciones de los artistas. Como el diablo cojuelo de Vélez de Guevara, Currey desnuda el día de los retratados: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo traje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz…

Ese afán casi chismoso hace que el libro sea divertido a ratos: me quedo con la anécdota de Patricia Higsmith, gran amante de los caracoles como mascotas (“me transmiten una especie de calma”) y que, al trasladarse a Francia, donde estaba prohibido entrar con caracoles vivos, llevó sus muchos animales ocultos bajo el vestido en múltiples viajes. Una imagen extrañamente perturbadora.

No obstante, algunas rutinas parecen tomar un protagonismo singular. Los excesos, en primer lugar, se dan en muchos artistas, pero bien contrapesados por rutinas obsesivas y de puntualidad exacerbada. El descanso, programado y necesario. La vida familiar supeditada. La enorme autoconciencia del artista y de la devoción por la obra en primer lugar. Pero, si hubiera de elegirse algo común, sería el trabajo agotador: para artistas como Kafka, que odia su obra, o Flaubert, que la tiene en gran estima, el agotamiento nervioso parece estar siempre a la vuelta de la esquina. Proust muere trabajando, dictando sus últimas líneas.

El volumen, por tanto, ofrece un abundante esbozo de manías, orden, elevación y cotidianeidad. Nacido de un blog, dailyroutines.com (en el que el autor categoriza algunos de los hábitos antes mencionados) el libro es un tanto caótico, pero se puede leer en entresaca (y de hecho recomendaría hacerlo así) para ver cómo los artistas luchan con sus demonios. Señalaremos, por último, que el volumen se podría haber beneficiado de una poda: poner a Darwin, Jung o Kant, por ejemplo, en la nómina de los artistas es cuando menos arriesgado y lo mismo podríamos decir del sesgo estadounidense de la selección, que lleva a incluir a artistas menores. Con todo y con eso, una entretenida lectura que además desmitifica la imagen romántica de la vida del artista.

Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas. Mason Currey. Turner, 2014. 
264 páginas. Redifusión con autorización de microrevista.com

No es país para indecisos

Oh!

Oh!

No podemos dejar de buscar lo infinito. Es la manera de evitar que lo limitado nos ahogue. El artista, en su ansia de llenarse, nunca puede quedar satisfecho. El pintor buscará la obra total, como el poeta. El consuelo terreno, pago de humo, es la comparación. Pero la crítica es tan solo eso: una puesta en relación para asignar mérito. El Parnaso es una urbanización a las afueras.

Moby_Dick_final_chase. By I. W. Taber [Public domain], via Wikimedia Commons

Moby_Dick_final_chase. By I. W. Taber [Public domain], via Wikimedia Commons

 Querer ser dios es negarse el hecho de que el secreto no nos será revelado. Tal vez porque no existe, tal vez porque en el fondo no queremos saberlo. La caza es un bello fracaso: persiguiendo el arte se consumen los artistas. Como Ahab, descubren lo perfecto de la inmolación. Cezanne entrevé la sombra accidental, el plano de la umbría. Rilke se convierte en ángel, pero la mayoría caen, caemos, desplumados.

El artista muere esparciendo la derrota. Una espora de la desesperación, una marta feroz en el pincel. El Arte no es país para indecisos.

La pluma, la punta, el cincel o el pentagrama. Si hay una música de las esferas tiene que existir también un color, un poema o una ecuación. Y si un día llegamos a atraparlas, habremos cumplido nuestro destino y estaremos satisfechos ante la derrota definitiva, pues ya no habrá nada más que buscar.

La melancolía como protesta

El interesante catálogo de la exposición

El interesante catálogo de la exposición, de Publio López Mondéjar

Junto a fotografías del viejo Madrid, Azorín y Baroja, viejos y cansados, pasean en solitario, ofreciendo a la intemperie su rostro ya esculpido a cincel por el tiempo a la cámara de Nicholas Muller, en 1.950. Ese aire de inevitable conocimiento sobre el transcurso de la vida cuando es pensada les llega casi a la ropa, pesada como el invierno de la capital, y al paso corto e indeciso de los novelistas. De algún modo, marcan el tono sentimental de lo que el observador encontrará en la visita. El desencanto del 98 que irradia hasta hoy.

La melancolía, madre de la furia en ocasiones, es una forma de protesta en España. Suele acabar, como sostenía Földenyi, en un alejamiento del mundo. Tal vez por miedo al chispazo o porque no se dejan fuerzas al cuerpo cuando el alma se busca. Esas lamentaciones de Larra, el pesimismo de Unamuno o el bisturí de Ortega. En un país partido en pedazos, es extraño que no haya surgido la segunda generación del 14, o quizá todavía no la vemos. Tal vez el cientifismo, la racionalidad como método de análisis, son demasiado exigentes para estos tiempos líquidos.

Es lugar común, con todo. Las fotos antiguas tienen un poder magnético, que remite casi al olfato, a la química: un aire que no vemos ya. La popularización de la foto le ha hecho perder parte de su magia y ese encantamiento, como cinta continua, nos mueve por las salas, entre la curiosidad y esa melancolía por los tiempos en los que ser intelectual conservaba algo sagrado.

Hay mucho sobre lo que reflexionar en esta exposición. El tiempo de los fotógrafos, cuando la labor requería suciedad, tiempos de espera, soporte físico y una inevitable contextualización: cuando se hacían fotos por algún motivo, no porque estuviera la realidad ofreciéndose, obscena como es. El tiempo de las tertulias, casi como equipos de fútbol: yo voy con la de El gato negro, de Valle. El tiempo de las exequias multitudinarias, del luto oficial ante la muerte, por ejemplo, de Rubén Darío. El tiempo en que la sociedad escuchaba a sus escritores y filósofos, aunque fuera después de muertos (las palabras retumban, entonces, con mucha más fuerza).

Los ojos de Picasso han llegado a tener casi tanta fama como su obra. De manera que el paseo lo hago buscando si serán los ojos, como en las imágenes de Azorín y Baroja, lo que iguala en algo el oficio del escritor. Y en prácticamente todos los casos, la vida aparentemente tranquila del escritor se niega en el cansancio de la mirada, vieja desde que se agarra una pluma. El cansancio puede tener una traducción en lo aceptado, y nunca derrota sino entendimiento o una paz firmada a regañadientes. También puede mostrarse como derrota, sin embargo: lo que empieza como busto modelado y termina a golpes. Los párpados caen justo antes de que lo hagan los brazos.

Juan Ramón dux. Azorín, Baroja, Valle absorto, Galdós decidiendo. Unamuno agredido. La convicción de Pereda. Gómez de la Serna recuperando la tradición del bufón que acierta: “le quedaba en las gafas el recuerdo de las cosas vistas: era un fotógrafo.

Y así, con el tiempo tirándome de los faldones de la chaqueta, los zapatos viejos como los de la mayoría de los fotografiados (la bohemia parece el hilo conductor, finalmente) negándose a salir, abandono el blanco y negro y salgo a la luz de la calle Alcalá, donde todo indica que, an alguna de sus buhardillas, un escritor remienda sus mitones dispuesto a dejarse la mirada a base de horadar la superficie de lo que vemos. Si por allí aparece un fotógrafo, sea.

EL ROSTRO DE LAS LETRAS. Escritores y fotógrafos en España desde el Romanticismo hasta la Generación de 1914. Del 25 de septiembre al 11 enero 2015. Sala Alcalá 31.