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El aliento del mundo

 

A veces, como en un espasmo del cansancio,  deja escapar la tierra una queja. Roturada, molturada, surcada por arrugas del siglo y de los hombres, parece emitir, en su humildad marrón, un lamento sordo y desesperanzado.

El frío arranca un silencio desusado, de pájaros marchitos, y pinta en el lienzo del campo ese vaho del calor que parece escapar: un rescoldo de dentro, avaramente guardado y rendido finalmente al invierno. Y es en este descontento, en el corazón del corazón de ese frío impasible, donde el viajero siente una caricia de aceptación, tal vez desconsuelo.

Al calor del sol que vendrá se oyen los primeros trinos arrojados, y recupera el suelo su blandura: bajo la bota, el caminante la siente y hunde el bastón con la desgana del vencedor. Los caminos, más duros pero más invitadores, parecen mostrarse como avisos de un destino que enseñase otras postales, y la brisa…

El futuro detenido

El futuro nos observa, pero no nos espera necesariamente

Dicen que el futuro espera, de forma pasiva, a que nos lleguemos. Pero creo que esa es una manera egoísta de ver la posibilidad, como si nos reserváramos el protagonismo o tuviéramos capacidad de moldearlo. Eso podemos hacerlo, y lo hacemos, con el pasado, porque nos figuramos distintos cada vez que nos contamos una misma historia.

Dicen también que la memoria es erosión de lo real, porque cada vez que nos acordamos de alguien variamos imperceptiblemente la espina de lo contado: y así lo hacemos más propio, pero vamos borrando, lentamente, a quien volvemos a imaginar. Es terrible: si no los recordamos, no podemos asegurar que sigan con nosotros.

Deberían decir que esto lo sabían los escultores de gárgolas. Las de la Catedral de Palencia, maravillosas, son un catálogo de historias que quieren meterse dentro para ser recordadas o para no serlo. Que no está claro que estuvieran pensando en el futuro.

Paredes de la casa desolada

Imagen en Galicia

Aprehender una imagen mediante el óleo es interpretar un cuento que los ojos, acostumbrados a la rapidez y la traducción simultánea, son a veces incapaces de narrar. La fotografía fija el presente, o un pasado muy próximo. La pintura, en cambio, parece mezclar futuro y pasado para formar un presente trabajado, de mano y mente.

Cazar un paisaje para pintarlo es ligeramente distinto de hacerlo para fotografiarlo. Se sabe que habrá una meditación pero que mientras la mano actúe solo habrá sitio para la sombra, la contraforma y el trazo.

Cuando se acaba el contento del hecho viene la apreciación crítica. No del logro pictórico, si lo hay, sino de lo que la imagen ha hecho a la tabla vacía. Una casa vacía y desolada, sin suelo, tensa la espera de la ruina, atacada o acariciada por las plantas, rodeada de una tierra sucia pese a lo fragante de los árboles.

Y una escalera rota que no permite subir, lo que nos deja solo una sensación de aplastamiento. Pienso en los que quedan varados en los pisos superiores, engañados, apenas durante unas semanas, por la sensación de estar a cubierto y sin mirar el pecio en el que se convierte, inexorable como la herrumbre, la vida de todos. Cuando el enjalbegado pierde el brillo y las ramas de la hiedra parecen apretar, como un puño cruel, el alma de quienes no miran.