En un metro de bosque. D.G. Haskell.

Un libro maravilloso, reconfortante y ameno sobre la vida de los bosques y el papel de los humanos en su conservación.

el bosque siempre mágico

David George Haskell es biólogo, pero también poeta. Este libro parte de una decisión mixta: entender el bosque como un mandala, un sentimiento que aúna el lenguaje, el símbolo, la comunidad y el paso del tiempo como un lento escultor y una observación que permite trasladar esa respetuosa mirada a lecciones sobre los habitantes de aquél. El bosque está en Tennesse y ha llegado a nuestros días razonablemente intacto y respetado por el hombre. Haskell toma una decisión de científico, la de estudiar un pequeño pedazo del bosque, siempre el mismo, pero la práctica es la del poeta: el asombro agradecido sobre lo que aprendemos y sobre lo que sentimos al hacerlo. La minucia como elemento del cosmos y su explicación.

Confieso que si Haskell no sale de su mandala, yo no salgo de mi asombro agradecido. No solo por lo que he aprendido de biología, que sería ya pago suficiente, sino porque he vuelto a pensar en el bosque como motor primordial de la poesía, el lugar donde sentimos nuestra poquedad e importancia. La decisión del poeta es la de conectar con el paisaje, la del científico, explicar lo poco que llevamos tallado de ese “bloque de ignorancia”.

Así, este libro no es un tratado científico y casi diríamos que ni divulgativo. Es un paseo quieto por el bosque en todos sus infinitos matices en el que entenderemos mejor el musgo, el liquen, la forma de las hojas, el subsuelo, la ecología en equilibrio o no, el santificado martirio al que se somete un biólogo que duda (es magistral el capítulo en el que el autor deja que los insectos le piquen para proporcionarles sales minerales con las que procrear), el movimiento de los árboles y los pájaros… la lucha en la que todo se transforma en el capítulo siguiente y nos deja ver que la eternidad está en el cambio constante y en la renuncia al protagonismo: eso es el mandala, que trabajosamente dibujan los monjes tibetanos para a continuación destruirlo.

El aluvión de informaciones reveladoras es enorme, con todo, y aunque probablemente no es lo más importante, a veces éstas se enganchan como moléculas de aroma: por ejemplo, que algunas de éstas traspasan nuestro sentido del olfato y entran directamente a nuestro torrente sanguíneo. A eso los japoneses, que no han perdido su capacidad de contemplación y detenimiento, lo llaman shinrin-yoku o respirar el bosque. Eso es este libro, en el fondo: un paseo por las emociones y los sentidos pero que no renuncia al saber: conocer mejor el bosque es aprender a respetarlo. Entender las diferentes estrategias de los animales para sobrevivir, o de los árboles para soportar los vientos fuertes, hace que podamos mejorar nuestra capacidad de observación o simplemente, dejarlo para otro momento mientras respiramos bosque.

Resulta inevitable pensar en el Walden, de Thoreau y su experimentación de naturalista, más atento a los ritmos y vivencias que a la catalogación. Haskell, en cambio, no busca solo esa comunión con la naturaleza, sino también la comunicación con sus contemporáneos para dar aviso desde un ecologismo inteligente de los peligros que conlleva no respetar los bosques: no solo peligros económicos o medioambientales, sino también los que acarrea la renuncia estética y ética de tratar de conectarnos con el hombre que fuimos, más apegado al desorden de la naturaleza, incluso cuando es aterradora. Haskell, en medio de una tormenta feroz, siente una extraña claridad de mente en un cuerpo electrizado.

En su día escribí:

He salido de noche, como el frío,/a entreandar por las brañas,/dejando al bosque cercarme el aliento/y al espino sitio en mi carne.

Al paisaje se va a fundirse, o no se va. Y pensando en lo inclasificable que es este libro, se me ocurre que se parece a un volumen de biología aquejado de manierismo, a un largo poema trascendental, a un camino (do en japonés) que nunca acaba… a aquellos cromos sobre las maravillas de la naturaleza que coleccionábamos y, efectivamente, nos maravillaban. Si Haskell fuera pintor, su estilo sería el sublime, el que vemos en la pintura romántica de Caspar David Friedrich, por ejemplo: personajes maravillados ante la potencia inigualable de la naturaleza, pero, en este caso, sin dramatismos, como en una conversación de café.

En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza.
David George Haskell
Turner, 2014
367 páginas
Crítica previamente publicada en microrevista.com. Redifusión con permiso.

El asesino perfecto

reflejo lento
El perseguidor. 

 Me intriga la contradicción moral que se agazapa en los sentidos de esas palabras. Hay una posibilidad de hacer que esos dos términos convivan. Matamos al que fuimos cada mañana. Como si fuéramos corrigiendo milimétricamente la trayectoria. Una de esas muertes lentas, como el envenenamiento por azogue o esa sisa calculada del vigor que supone la vejez. La muerte, en muchos casos, no degüella, sino que nos va cortando finas rodajas del alma hasta dejarnos ver el hueso de la cara.

El único asesino perfecto es el que no sabe que lo es. El que se va dejando vencer por la vida porque así le traspasa la responsabilidad a algo etéreo. El que se niega el placer, el pensamiento, saber estas cosas. El que no pone en peligro, el que se contiene en su piel. El que se envenena por una sobredosis de sí mismo.

El imperfecto morirá igual, y será también un asesino, pero no tendrá que vivir en el pegajoso légamo moral de saberse solo cumplido en aquello que precisamente habría deseado evitar.

Me deseo suerte.

El diablo cojuelo de los artistas

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Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas. Mason Currey.

Un libro lleno de anécdotas, en ocasiones desorientadoras, sobre qué es lo que impulsa a los artistas y cómo se preparan para la batalla con su arte.

No diremos que este libro alumbra territorios desconocidos del ensayo sobre el alma de los artistas: el lector conocerá obras totémicas como la de Wittkower (Nacidos bajo el signo de Saturno) que sin duda le dirán más sobre la pulsión del arte y las galerías que, como de comején, horadan el alma de los malditos con ella. Mason Currey aborda un tema que no por conocido deja de sorprender a veces. Tal vez por la leyenda de la bohemia y esa vena que atraviesa la historia del arte y la cruza con la locura del artista. Ese cliché cultural se ha hecho demasiado grande y la excentricidad parece haberse convertido en la marca inevitable del artista: conduciría inevitablemente al desorden cotidiano, al exceso y la disipación. Pero eso es incompatible con la obra sólida, el análisis, la estrategia de, por ejemplo, una novela. El mito romántico ha hecho bien poco por los artistas. Preferimos pensar en Lord Byron o en Malcolm Lowry como iconos del escritor atormentado, en Miguel Ángel como el artista total capaz de enfrentarse al poder por defender su obra; que en el trabajo oscuro y gris de Kafka, sin ir más lejos, o el aburrido destino de oficinista de tantos y tantos escritores como T. S. Eliot.

Currey, en el prólogo, avisa de que el propósito de su libro no es el análisis del producto sino el de la rutina. Esa declaración delimita el aliento de la obra, pues, en efecto, no vierte excesivas opiniones, y es casi una fría reseña de la vida cotidiana. Informes de vida que podría firmar un espía (resulta inevitable pensar en la película Las vidas de los otros, de Florian Henckel) y que muchas veces emanan de las propias descripciones de los artistas. Como el diablo cojuelo de Vélez de Guevara, Currey desnuda el día de los retratados: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo traje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz…

Ese afán casi chismoso hace que el libro sea divertido a ratos: me quedo con la anécdota de Patricia Higsmith, gran amante de los caracoles como mascotas (“me transmiten una especie de calma”) y que, al trasladarse a Francia, donde estaba prohibido entrar con caracoles vivos, llevó sus muchos animales ocultos bajo el vestido en múltiples viajes. Una imagen extrañamente perturbadora.

No obstante, algunas rutinas parecen tomar un protagonismo singular. Los excesos, en primer lugar, se dan en muchos artistas, pero bien contrapesados por rutinas obsesivas y de puntualidad exacerbada. El descanso, programado y necesario. La vida familiar supeditada. La enorme autoconciencia del artista y de la devoción por la obra en primer lugar. Pero, si hubiera de elegirse algo común, sería el trabajo agotador: para artistas como Kafka, que odia su obra, o Flaubert, que la tiene en gran estima, el agotamiento nervioso parece estar siempre a la vuelta de la esquina. Proust muere trabajando, dictando sus últimas líneas.

El volumen, por tanto, ofrece un abundante esbozo de manías, orden, elevación y cotidianeidad. Nacido de un blog, dailyroutines.com (en el que el autor categoriza algunos de los hábitos antes mencionados) el libro es un tanto caótico, pero se puede leer en entresaca (y de hecho recomendaría hacerlo así) para ver cómo los artistas luchan con sus demonios. Señalaremos, por último, que el volumen se podría haber beneficiado de una poda: poner a Darwin, Jung o Kant, por ejemplo, en la nómina de los artistas es cuando menos arriesgado y lo mismo podríamos decir del sesgo estadounidense de la selección, que lleva a incluir a artistas menores. Con todo y con eso, una entretenida lectura que además desmitifica la imagen romántica de la vida del artista.

Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas. Mason Currey. Turner, 2014. 
264 páginas. Redifusión con autorización de microrevista.com