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Lecciones de viejo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la divagación de encontrar formas fantasmales dicen que muchos príncipes han perdido corona y seso. No me tengo por tan alto, de modo que dejo solo pasear la mirada, y que el foco se pierda como la mente. Un cálculo rápido me deja saber que los avisos de ese paspartú elegante de piedra se han perdido también, y que los propios carteles se han ido difuminando, agraviando con el orín del pegamento (engrudos de harina y agua, tal vez aún alimente) la superficie. No hay ciencia como la dendrología que nos permita saber qué edad se ha posado ya en ese lienzo, pero podemos dibujar la forma de un hombre de traje blanco que se viene al que mira, y eso es tan amenazante como la mancha de óxido sangriento (igual que si hubieran frotado en seco, con esparto) que la  rodea.

La impresión de una D mayúscula. Algo que se parece a una T. El hombre del traje blanco parece tender la cabeza no sobre el cuello, sino sobre su hombro derecho. Y una serie de líneas casi horizontales, casi paralelas, que no acaban de decidirse, como una persiana de casa abandonada. Estoy contento de no encontrar explicación. Pero siento algo de frío en la espalda.

Rulfo, rojo, vino

Andaba buscando una forma de elevar el suelo y hacer montaña de los campos. El atardecer se hacía nombre, y era femenino, y había una sensualidad mostrada por el color incendiario de la anochecida. Como flor de un día, sentí  urgencia por capturar ese rojo que acosaba las viejas bodegas, hundidas como borrachos, y tal vez embebidas ellas mismas en la decadencia de un día multiplicado. La noche iba a llegar, y la prisa se parecía a un peligro traído por el viento cortante de un otoño anunciado como desesperanza.

Vi una sombra del mundo, algo que correteaba entre las hierbas, como un quemado, y pensé en Juan Rulfo y en la economía. Prefiguraba el fin de mis palabras cuando ya no tenga más que decir. Pero saber eso es como saber el día de tu muerte: algunos creen que es una bendición, otros, que supone una parálisis adelantada. Y el viento frío no azuleaba el rojo, y la noche se llegaba con sombras serpenteantes, la ráfaga traía el tañir de una campana como el lamento de un niño ciego y la corriente hacía amenaza como si trajera el fin de la luz: el frío tirando de la noche, la noche enganchada a un presagio.

Traté de echar a correr, pero vi que ni la brisa ni la luz movían las hierbas, y que el propio paisaje era ya un cuadro, como si, consciente del robo de su belleza, me estuviera reprochando la mirada. Me quedé en pie, como un poste, esperando la llegada de un frío mayor y de la noche engallada. Hasta que yo también dejé de sentir la brisa, como si estuviera empezando a convertirme en un retrato.