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El ¿libro? más extraño que he visto en mucho tiempo. Xu Bing.

A las tres de la mañana en el libro de Xu Bing

A las tres de la mañana en el libro de Xu Bing

Este libro no está en inglés. Ni en español. Ni en chino, aunque tal vez tendría alguna conexión más evidente con los ideogramas. Ni siquiera estoy seguro de que sea un libro. Tiene forma de libro y lo he comprado en una tienda de un museo, en el Thyssen. Es muy divertido, superficial y profundo a la vez. Y es muy inquietante.

Este ¿libro? ¿arte de producción masiva? ¿intervención? ¿manifiesto? no tiene palabras, siquiera. Es un lenguaje específico y todos los lenguajes a la vez.

En 1.988 Xu Bing realizó una exposición llamada Book from the sky. En ella, mediante caracteres chinos falsos, ponía en discusión la validez del lenguaje o su falta de adecuación a lo que se hace necesario y por tanto hacía más evidente su papel como herramienta de confrontación antes que de comunión. Al igual que en el caso de otros artistas asémicos, como Michaux, la andanada lo es sobre la línea de flotación de la transmisión cultural: por un lado devuelve un poder seminal al propio sistema de notación, pero por otro pone en duda la convención sobre la que se asienta el significado y por tanto, la capacidad de transmitir. La operación no es en absoluto asémica: el significado es poderosísimo puesto que se niega la base cultural y el contenedor de representación que implica el lenguaje. Es un mecanismo que solo conduce al idiolecto desde la unidad mínima de composición, la letra o en este caso el ideograma. Al modo de La vela de Finnegan, de Joyce, un libro imposible de traducir y casi de leer en su lengua nativa inglesa (trufada de expresiones en otros idiomas, como el latín), Book from the sky suponía un acto que podríamos calificar de autoritario en su arrogante posición como discurso inalcanzable y soberbio, en tanto que buscaba más el distanciamiento artístico que la transmisión de conceptos entendibles.

El debate, por tanto, se convierte en una conversación imposible pues nada transmite excepto la desconfianza absoluta en la capacidad del lenguaje. Esa duda que ya exponía, por ejemplo, Gabriel Josipovici sobre la posición del escritor (chamán del lenguaje, al fin) en el mundo, pero que se podría expresar también mediante una asunción del estupor: la misma sospecha que nos asalta leyendo La carta de Lord Chandos de que solo el silencio, y solo en el silencio, se atrapa la vivencia, sin signo asociado. Las elecciones de la materia para narrar (empezando por el alfabeto o el idioma) nos llevan a pequeños cobijos, y solo en la intemperie del mundo parecería éste cobrar sentido. Esta sensación de inaprehensión, que tanto ha castigado también a los pintores, está en la base del impulso de narrar, pese a que el escritor avisado, y también el lector, sepan que a lo máximo que se puede aspirar, como decía Faulkner acerca de su novela El ruido y la furia, es al mejor fracaso posible. La incomodidad con el lenguaje como mecanismo de representación (una rosa es una rosa es una rosa) atraviesa la cultura como un venablo en el corazón y la herida, pese a dejarnos moribundos, no nos impide la busca de esa comunión cabalística entre lo representado, lo dicho y lo real.

La operación, en Book from the ground, es probablemente de orden inverso. No se niega el significado al lenguaje, sino que se busca universalizar la señal de transporte mediante un “idioma” propio del no lugar: señalética de aeropuerto y simplicidad de los mensajes de los pictogramas. El resultado es visual y plano: es la muerte de la connotación, información pura, a veces escatológica, sobre 24 horas en la vida de un hombre, cualquier hombre (y eso también es inquietante). Por decirlo de algún modo, es el lenguaje de los sin identidad.

Si la poesía concreta, de la que este reseñista es humilde practicante, trata de devolver un significado visual al lenguaje, jugando con la grafía y tratando de empujar las fronteras del caligrama, la operación de Bing es la de negar el significado del lenguaje escrito o al menos poner de manifiesto sus límites. La realidad, por tanto, puede ser asida con herramientas muy pobres, negándose la elevación y ciñéndose, como la propia vida de muchas personas, a la anécdota. En mi caso, trabajo con versos sobre el paisaje, habitualmente: la impronta de una escena o de un vistazo llegan en el taller del poeta al verso. Dotar de una imagen propia a alguno de esos versos es también volver a la primera impresión. Y la demostración de que es un intento imposible que ni siquiera la fotografía, tan referencial ella, logra: atrapar verdaderamente la esencia de lo real. No obstante, la secuencia de la caza de la imagen y su sublimación en el verso y a la vez el “reciclado” de versos pre-existentes y venidos de la sensación ante el paisaje para devolver una idea visual (pasar del alfabeto al ideograma, en fin) es un círculo que se agota en sí mismo y expresa, al fin, una doble exposición a la vivencia que, lamento confesarlo, no amplía los límites de la precisión del significado: tal vez solo aporte, como ya anunciaba Proust, capas espurias de artisticidad.

Valga el excurso, y perdóneseme la atrevida intromisión de mis propias reflexiones sobre el asunto, para poner en perspectiva la figura del autor: Xu Bing, que lleva décadas estudiando las artes de imprenta, el arte y el significado social del mismo, consigue algo que inaugura y probablemente mata el género de la narración pictográfica. El libro es interesante, divertido, retador y de una creatividad asombrosa, pero también es una sublimación de lo fútil y lo ininteresante.

Hay más lecturas, naturalmente. Una posible es la de la globalización de la peripecia en culturas que están perdiendo sus rasgos de identidad. El día de un oficinista coreano no se diferenciará mucho del de uno alemán: lo terrible es que tal vez ninguno de los dos intente que ese día sobresalga, pero no porque no estén interesados en ello, sino porque la impresión de realidad que produce, precisamente, la actividad, ejerce una operación similar a la del lenguaje convencional al dotar de significados tranquilizadores a actos que, desnudados por Bing y estudiados con atención, serían casi aterradores en su vaciedad.

Tal vez conozca el lector los “mangas” japoneses sin texto. En este caso, se fía al dibujo el transporte de la emoción, que sí es universal, aunque solo sea porque nuestro cerebro reacciona automáticamente a las expresiones faciales y, según parece, a los emoticonos. La banalización de la emoción producida por este lenguaje reducido a su mínimo transporte es otra de las consecuencias. Y aunque la operación de Bing trata de llevar los pictogramas a su máxima capacidad de expresión, el resultado es desasosegante.

Entronca, por otro lado, con muchas tradiciones de la imagen como generadora de discurso, siempre utilizada por quienes saben de su poder. Normalmente, la lección de la gárgola, del capitel románico, quedaba casi en manos de la conseja, pues la misa en latín servía más para potenciar el misterio que para explicar la palabra. Era, por tanto, un respeto taumatúrgico. Paralelamente, se da, mientras se analiza el volumen (insisto en que no encuentro un verbo para describir la acción de enfrentarse a este libro) la familiar sensación de que estamos leyendo jeroglíficos, lo que se traduce en un juego ciertamente divertido. Pero el vacío del libro termina atrapando a quien se expone a él. Si siempre hemos querido conocer a Julián Sorel, a Madame Bovary, a Viernes o incluso a cualquiera de los Kas de Kafka, el presentimiento de que este personaje se parece demasiado a un lunes gris lo hace repulsivo… como un espejo.

Sería injusto, por último, no acudir a las explicaciones del autor, aunque solo sea por haberlas rebatido: “Hace veinte años hice Book from the sky, un libro de caracteres chinos ilegibles que nadie podía leer. Ahora he creado Book from the ground, un libro que cualquiera puede leer. Aunque son muy distintos, los dos libros tienen algo en común: independientemente del idioma o el nivel educativo, el libro trata a los lectores de manera igualitaria. Book from the sky era una expresión de duda y alarma sobre los sistemas de escritura existentes, Book from the ground expresa el ideal de un lenguaje universal y comprensible, y mi idea de la dirección que toma la comunicación contemporánea”.

Superar Babel o al menos el complejo.

Enfréntense a este raro experimento, este cruce de caminos entre el arte, la reflexión, la sonrisa congelada y el alarde. Encierra muchas más lecciones de lo que parece.

 

 

Xu Bing. Book from the Ground. The MIT Press, Cambridge Massachussets, 2013. Redifusióncon permiso de microrevista.com

 

Autopsicofonías

 

Escena del beso en Piasca, Cantabria. M. A. Serrano

Escena del beso en Piasca, Cantabria. M. A. Serrano

Algunos dicen que los sonidos se propagan por el aire sin llegar a desaparecer nunca, sino simplemente perdiendo potencia. Así, las ondas sonoras podrían llegarnos después de muchos años, una vez hubieran dado la vuelta al mundo, y susurrarnos al oído algo que ya habíamos olvidado. Es una condena o una bendición: tendremos que volver a oír los gritos a los hijos o el insulto a un amigo, pero también esa frase que ella convirtió en verso al mirarte.

Si yo fuera un científico y tuviera más inteligencia, dedicaría todo mi empeño a seleccionar solo aquello que debería ser inacabable y eterno para que me llegaran, cuando ya esté al final de mis días, algunas cosas que he dicho y que no he repetido suficientemente, y descubriría así que ser locuaz es ser olvidadizo y que ser callado es desear el futuro. Por eso escribir es dejar constancia muda: porque nos da miedo nuestra propia voz ultraterrena o circunterrena, y no nos fiamos de que el veredicto final no llene nuestros oídos de aquello que dijimos para inmediatamente arrepentirnos. Que nuestras últimas palabras las susurre el joven que fuimos y que ya está muerto. Que las diga Shakespeare, que fue joven por todos:

Deja que la elocuencia de mis libros,
sin voz, transmita el habla de mi pecho
que pide amor y busca recompensa,
más que otra lengua de expresivo alcance.

Parece que al fondo siempre hay una música…

El juego serio, de Hjalmar Söderberg

Miguel Ángel Serrano. Urbañal 3

Miguel Ángel Serrano. Urbañal 3

Hjalmar Söderberg, como otros autores escandinavos, no ha tenido probablemente la difusión que se merecía fuera de su país, que le tiene por uno de sus grandes escritores. En el caso de El juego serio, nos encontramos con un drama de armazón clásico que nos transporta al mundo de la pequeña burguesía de Estocolmo. Si bien se señala como motor de la narración la imposibilidad de elegir, precisamente por las circunstancias, y se deja anotada la inevitable soledad del espíritu (como ya señaló José María Guelbenzu en su crítica en elpaís.com) la degradación de lo elevado es probablemente lo más interesante de la novela.

Söderberg buscaba que sus obras estuvieran atadas a su tiempo, y por tanto las noticias del mundo se imbrican en la trama, más porque el protagonista de la novela es periodista. En ese sentido, el fresco que dibuja de la sociedad sueca a principios del siglo pasado es un marco solo tamizado, como veladura de óleo, por las rígidas normas sociales que atan y se autoimponen los protagonistas y que vienen a establecer, en realidad, un techo para la elevación. Si bien Arvid Stjärnblom, el protagonista, trabaja como reseñista cultural y finalmente escritor, todo lo referido a las artes está mediado por su valor económico: el dinero, como en La educación sentimental de Flaubert es límite e impulso. En términos sociológicos, casi podría considerarse el campo. Eso hace que el amor se vea también como una transacción: las escenas del principio, de amoríos veraniegos y casi exentos de precio, se ven en seguida cercenadas por la busca de Arvid de su sustento y el cálculo sobre los posibles matrimonios. Al fin y al cabo, es un muchacho de posición económica endeble.

A partir de ahí, nada de lo que ofrecen las relaciones humanas puede ser considerado sacro, incluida, por supuesto, la cultura. Söderberg es un finísimo analista de los sentimientos: la degradación moral de los personajes es interior, no se muestra en sociedad, pero no hay uno (el primero de todos, Arvid) que no caiga en ella.

Y así, ese baile alrededor del destino, ese juego de consecuencias más que serias, se convierte en el escenario de la infelicidad: al fin y al cabo, todo era teatro como muy sutilmente deja ver la narración hacia el final. El telón no cae para cerrar la obra, sino para enseñar la tramoya.

En suma, un grande y una gran novela.

Hjalmar Söderberg, El juego serio. Barcelona, Ediciones Alfabia, 2013, 316 páginas.