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Infinito: la historia de un momento de Gabriel Josipovici

M.A. Serrano. Búcaro.

M.A. Serrano. Búcaro infinito.

Esta novela de Gabriel Josipovici, publicada por Cómplices, es un fino e inteligente alegato sobre la vaciedad del mundo social, el arte como vampiro y también sobre la experiencia referida. La novela es el recuento de la vida de un músico italiano, Pavone, inspirado en uno real, Giacinto Scelsi. La historia de la vida en el trayecto en el que su criado Massimo (chófer en las agitadas noches en las que el compositor no puede dormir, encargado de la guardarropía, etc.), un hombre sencillo que no oculta su admiración aunque no parece tampoco verse profundamente afectado por las interminables charlas de su empleador.

La vida de Pavone es la del hombre rico pero no diletante, que se enfrenta a la música con la actitud, como él mismo señala, de un gorila: oponer la fuerza del alma a la del arte. Irritante a veces, sus peroratas, siempre con presupuestos de máximos sobre el arte y cómo nos abrasa (ese sentido de misión que apenas premia, pero cuando lo hace proporciona el mejor fuego, como señalaba también Flaubert), muestran también sus aprendizajes, renuncias y algunas conquistas.

Josipovici no justifica al músico: las declaraciones de su valet se transcriben como si fueran las palabras del artista, y de hecho esto resulta en ocasiones algo chocante, puesto que el declarante casi nunca opina por humildad, pero es capaz de transmitir pensamientos muy complejos. Pavone no habla con la prensa: el valor del recuento es precisamente mostrar la mente del desaparecido compositor, pero no parece que haya germinado en la mente del que cuenta.

Con todo, es una novela fascinante sobre la autenticidad y la pose y como ésta puede también ser asignada por otros. La seriedad del intento del artista, un algo opacada por el hombre de mundo, dueño de amistades con algunos de los intelectuales más rompedores de la segunda mitad del siglo pasado. La caza por elevación, como diría el místico, se sustancia apenas en un leve atisbo de ansiedades levemente cumplidas…

 

Gabriel Josipovici. Infinito: la historia de un momento. Editorial Cómplices, 2014.

Nuccio Ordine. La utilidad de lo inútil.

Trifacies. Lo útil, lo inútil y los puentes entre ellos.

Trifacies. Lo útil, lo inútil y los puentes entre ellos.

No ha pasado desapercibido este pequeño e interesante ensayo de Nuccio Ordine acerca de la utilidad escondida de lo que es pretendidamente inútil, al menos porque no encuentra aplicación evidente e inmediata. Es una potente miniatura, un resumen revelador y también una inteligente exposición de por qué la pérdida de los saberes clásicos nos empobrece y entorpece el progreso. Lo útil, como ya sabemos por el diálogo socrático, no se une a lo bello, sino que parece estar en lucha, y victorioso, al traducir la utilidad en dinero. Por lo que tampoco es de extrañar que esa oposición haya prendido en la mente de muchos hombres. No es necesario construirse enfrentados a lo distinto, pero un mundo gobernado por lo útil se supone que necesita que se recuerde la derrota total de lo que es considerado superfluo y a ello se aplica con denuedo. Sic transit.

Al hilo de la lectura, más que la habitual reseña crítica (pues ha recibido mucha atención de la crítica el librito) me surgen algunas reflexiones que vienen desde la misma preocupación compartida con el autor italiano. En muchas opiniones coincido, pero me gustaría tensar un poco más la cuerda argumental. Adelanto, no obstante, que el libro tiene una ilación impecable y además dinámica, lo que resulta en una lectura cómoda. El cultivo de las letras y las ciencias al desgaire, del saber por saber, es para el autor, y para quien esto firma, el verdadero atributo de lo humano y lo que nos permite trascender el dictado de la biología. La espiritualidad humana es inseparable de la corporalidad, y preferimos la lección sobre la unicidad de Walt Whitman, mientras que la utilidad (entendida como la ampliación del alcance: por ejemplo, cambiar de canal en la TV, pero también la azagaya o la maza o el dinero tras una transacción) es hija de la tecnología y ésta bastardeo de la ciencia. Lo sensorial tiene un sentido propio más allá del sentido común. Como defiende Ordine, el saber no puede, como la verdad, ser prostituido, ni siquiera poseído puesto que se pervertiría. Pero la simple contemplación supone un acto de posesión, según Plotino, y aunque sea ésta efímera, deja una impronta en el espíritu. No es pues una posesión individual, sino cima ofrecida a la conquista del esfuerzo de cualquiera. Y además, se puede transmitir.

Es la curiosidad la que verdaderamente mueve el mundo y la imposibilidad de alcanzar el conocimiento pleno la que impulsa el afán de acercarnos: da igual el producto que pueda salir por la aplicación técnica o el valor monetario de la obra, la busca se hace porque debe hacerse. Perseguir lo humano que nos hace humanos, podríamos decir. Recojo un pensamiento del autor sobre una reflexión de Kakuzo Okakura, que sostiene que la humanidad pasa del estado animal al que ahora pretendemos tener cuando un hombre recoge una flor para dársela a su compañera. Ese acto inútil y desinteresado introduce la idea de la belleza.

Esa curiosidad puede convertirse en obsesión, especialmente para los insaciables. Nada sustituye al alunamiento del artista, y ni siquiera podemos entender su motivación última: que el poeta busca algún tipo de comunicación consigo, con la naturaleza, con el lenguaje o con una verdad superior no puede ser puesto en duda pero tampoco dilucidado. Como sostenía Platón, las artes distraen a lo hombres de su acercamiento a los dioses: son por tanto un atrevimiento pecaminoso, pero no por ello el artista dejará de medirse con las esferas celestes, quizá porque la distracción de lo útil es aun mayor. Del mismo modo, el científico, al alquimista, no buscarán oro o prebendas, sino arrancar sus secretos al caos para traer orden, cosmos, al tapiz a veces ininteligible de la naturaleza de las cosas.

Se dice que el mejor engaño del Diablo fue convencer a la humanidad de que no existe. Del mismo modo, y es una línea argumental que necesitaría más desarrollo del que me da este espacio, lo útil, lo práctico, para entendernos, se ha disfrazado de bello mediante el diseño o un discurso machaconamente repetido por siglos sobre la propiedad y el consumo. Es decir, si el auto de carreras de Marinetti es más bello que la Victoria de Samotracia, si el urinario de Duchamp se puede convertir en fontana, el discurso asociado a lo bello se mezcla con el asociado a lo útil, y parecería que las artes, inadvertidamente, se han entregado a lo técnico confirmando que lo inútil, traducido a dinero, produce utilidades económicas, y por tanto se rinde a la medición utilitaria.

Del mismo modo, la investigación científica es puramente finalista, la literatura se mide al peso y la poesía admite toda suerte de ínfimos aventurerismos. Se ha perdido la batalla porque se ha desdibujado la frontera de lo práctico y lo onírico, lo armilar y lo abultado. Por volver a Duchamp, los propios críticos consideran la mencionada obra como la más influyente del arte moderno, y el aviso es estremecedor: los connoiseurs habilitan un puente desde lo utilitario a lo elevado, del mismo modo que en el M.O.M.A. de Nueva York

se pueden contemplar ejemplos de diseño industrial incorporados al sacrosanto templo del arte moderno. Se permite no solo la traducción del arte a dinero sino de lo dinerario (pues es la razón básica de la mayoría de las creaciones industriales) a lo artístico. La simple preferencia mayoritaria del público por el diseño decide el destino de la querella.

En el resultado da igual que lo superfluo, lo inútil de la cultura se haya rendido o el mercado haya optado por la aniquilación. Gran parte del ensayo de Ordine se dedica a justificar la defensa de lo inútil de la enseñanza de la literatura, por ejemplo, pero pidiendo árnica a los convencidos de que solo se ha de practicar lo práctico. Argumentos como el de Hugo de que para salir de las crisis hay que duplicar el presupuesto de cultura o el de Churchill de que la guerra se hace para defenderla son casi contraproducentes, pues el utilitarista a ultranza no dará valor a la cultura. Es decir, el intento de traducción a dinero de la cultura para ver si por ahí se despierta la compasión parece condenado al fracaso. Si ha de ser así, si los poderes públicos, ejercidos por personas sin profundidad, no se dan cuenta de que la defensa de la cultura es la defensa de nuestra posibilidad de sobrevivir, entonces, al menos que no se menoscabe la dignidad en la pérdida: muéstrese su desnudez al rey. Ordine recoge estos extremos: la defensa debe hacerse porque es lo que debe hacerse. Y por ese camino, Ordine cae en el peor de los pecados al convertir su pretendidamente inútil defensa de lo inútil en un manifiesto urgente de enorme valor al que resulta difícil no asignarle una utilidad aunque solo sea como fuente argumental para un debate que ya adquiere tintes de urgencia. Exitoso fracaso, sin duda.

Lean este libro de Ordine, que expone con mayor rigor que el poco que yo pueda aportar un asunto de trascendencia vital. Quéjense, vayan a la biblioteca, miren de reojo todos los cuadros que vean, apaguen la tele, vuelvan a pensar en ustedes mismos sin el abrigo de las páginas de Cervantes, de Ariosto, de Shakespeare: y así, anticipando el frío, entren al debate. En la inutilidad, amigos, encontraremos el refugio que solo da una charla de fogata.

Nuccio Ordine. La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Ed. Acantilado, 2013
Redifusión con permiso de microrevista.com

La gran degeneración, de Niall Fergusson

Fragmentación social. Miguel Ángel Serrano

Fragmentación social. Miguel Ángel Serrano

Niall Ferguson, historiador británico de renombre y profesor de Harvard, es persona acostumbrada a los focos y a entrar en polémicas a veces un tanto disparatadas. Su posición ideológica de defensa del capitalismo hace que muchas veces la humareda del debate político no deje ver que algunos de sus planteamientos, discutibles como todos, ofrecen ideas para la reflexión que deberían incorporarse al análisis del estado de las instituciones democráticas occidentales: la discusión es necesaria para salvarlas y fortalecerlas. Además, sus análisis culturales suelen pecar de anglocentrismo, sesgo por lo demás muy habitual. Sin embargo, La gran degeneración es un libro interesante pues pone el dedo en algunas llagas vivas y en algunas escoriaciones en franca corrupción.

El análisis se apoya en cuatro pilares que el propio autor señala como armazón metodológico, a saber: el gobierno representativo, el libre mercado, el imperio de la ley y la sociedad civil y de las que el autor sostiene que son cajas negras porque habitualmente se prefiere centrar el debate en otros términos. Apoyadas en tales pilares, las sociedades occidentales han podido prosperar y dominar el mundo desde el siglo XV, con consecuencias indeseadas para muchos pueblos. No es amigo el autor de suponer causas en lo cultural o religioso, sino en el hecho de que las instituciones proporcionen un marco legal suficientemente claro para que se desarrolle el progreso. Naturalmente, las definiciones sobre qué es el progreso no están en discusión, puesto que la posición de partida es casi smitheana: el progreso es el bienestar creciente, pero no se discuten las palancas de distribución del mismo o qué quiere decir realmente bienestar. Del mismo modo, la decadencia de las instituciones occidentales no necesariamente valora la pujanza de otros sistemas pseudo o no capitalistas, como el capitalismo de Estado, o de otros modos de organización institucional no democráticos que alcanzan razonables cotas de prosperidad y participan de modo inesperadamente poderoso en el juego de los mercados, por más que resulten lesivas para algunos derechos fundamentales y por lo tanto condenables. Es decir, que a los males propios de Occidente, se une una competencia económica más sofisticada de otras zonas y modos culturales del mundo.

Superadas estas premisas, no obstante, el análisis del libro ofrece perspectivas de diagnóstico inteligentes y propuestas de solución sobre las que será el lector quien deberá decidir si son viables o plausibles.

El primero de ellos se hace sobre el funcionamiento de las instituciones: si no está asegurada su calidad (las relaciones entre todas ellas, por ejemplo, o las fuentes de legitimidad no sujetas a elección o escrutinio público), es complicado que una sociedad se desarrolle, como lamentablemente vemos en algunos países precisamente subdesarrollados. La relación entre libertades políticas y libertades económicas parece clara para el autor. Así, la diferencia estriba en que las elites políticas sean extractivas (en la feliz denominación de Acemoglu y Robinson) o inclusivas. El asunto miliar se apoya en que sociedades como las europeas, en distinto grado, que han disfrutado de esta posibilidad de expansión pueden verse abocadas al decrecimiento porque se agota la potencia institucional, sea por el exceso de deuda o porque el entramado es tan complejo que resulta en parálisis.

El segundo pilar es el del mercado. Para el autor, la crisis financiera de 2.007 tiene en parte su origen en la excesiva regulación del sector financiero y no en que, como sostienen otros autores, la famosa desregulación de los 80 diera excesiva libertad. El problema de la ley no es que haya demasiadas regulaciones, sino malas regulaciones. La calidad legislativa, en sociedades tan interconectadas como las actuales, es básica para delimitar las responsabilidades, puesto que el peligro de contagio rápido (por ejemplo, un pánico bursátil) es evidente. Para Ferguson, la metáfora darwinista, que tanto éxito ha tenido entre algunos teóricos del mercado, no es pura, puesto que tiene algo de creacionista en la figura del regulador, que es finalmente responsable (y a su través, añadimos, los contribuyentes).

El tercer pilar es el del imperio de la ley, como garante de las operaciones e intercambios cotidianos de cualquier tipo entre actores diversos. Ferguson detecta cuatro amenazas: la tensión entre derechos civiles y salvaguardas de seguridad, la introducción del derecho europeo continental en la legislación consuetudinaria inglesa (lo que parece un gran pecado para el autor), la complejidad del derecho escrito, esto es, la sobre-regulación, y finalmente el coste de la misma para las empresas. Y además, que el imperio de la ley se ha visto sustituido por el imperio de los legisladores.

El cuarto pilar carcomido es el de la sociedad civil, que es la que, según el autor, debe liderar el necesario cambio. El problema es que el asociacionismo está en declive. Las afiliaciones a sindicatos, partidos o asociaciones retroceden, tal vez porque su utilidad no siempre queda clara. Y, añadimos nosotros, que en realidad en una sociedad con órganos de representación pagamos a funcionarios y políticos para que sean ellos quienes lideren las reformas. Puede ser cierto que la única esperanza de cambio sea la propia sociedad, pero eso no oculta que, en tal caso, hay una dejación, como poco, de los gobernantes.

En resumen, La gran Degeneración es un libro interesante, con algunos puntos de vista discutibles (como en cualquier análisis de este tipo, por otra parte) y también cierto pesimismo sobre el futuro de Occidente. Si el lector es de los que cree en un mundo regido por la concepción europea, o mejor, anglosajona, del mismo, probablemente se estremecerá.

La Gran Degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías. 
Niall Fergusson. Traducción de Francisco J. Ramos.  Debate, 2013
Publicada en http://www.microrevista.com/occidente-del-latin-caer/ Febrero 2014. 
Redifusión bajo permiso de microrevista.com